3 mar 2017

Sin capital, el estado desvanece

Roma, Cuzco, París, Pekín, Berlín, Kyoto, París, Constantinopla y Londres tienen o tenían dos rasgos en común: Eran capitales de estados centralizados en algún momento de su historia, y cuando fueron conquistados, los estados se derrumbaron.
La mayor fortaleza de los poderosos estados fue, hasta la revolución de la comunicación desde el siglo XIX con telégrafo, teléfono e correo electrónico, su elevado grado de centralización.
La (única?) ventaja de los estados centralizados fue la concentración de poder en una pequeña institución que se encargaba de tomar las decisiones. Esa institución podría ser el senador o emperador de roma, el hijo del sol inca o el rey sol Luis XIV, podía ser la corte imperial china o el Shogun, los consejos de Carlos V o los ministros de Justiniano I. Esas instituciones tenían suficiente poder, como para poder movilizar muchos recursos financieros, militares o políticos del estado, e dirigirlo para solucionar el problema.
Por esa razón estaban impresionados por la Gran Armada de 1588, los ejércitos que dirigió Napoleón I. Bonaparte, la construcción de la Gran Muralla China y de los pirámides.
Esa concentración y acumulación del poder en unas pocas instituciones centrales tenía una desventaja evidente: Si dicha cabeza “desaparecía”, muchos estados que dependían de la toma de decisiones del gobierno central se derrumbaron o cayeron en crisis.
Eso se podía observar en numerosas ocasiones: Cuando Pizarro decapitó al imperio Inca, sustituyó la cabeza del hijo del sol por el del rey-emperador Carlos V, y el estado español envió al virrey de Perú para organizar y mantener la estructura.
Otro ejemplo parecido era el peligro que corría Viena cuando el imperio Osmano intentó conquistar la capital del imperio austria-hungría en numerosas ocasiones. No se podía trasladar la capital facilmente por el espacioso aparato burocrático del estado centralizado, sí Viena caía no solo podían acceder los Osmanos a Europa, sino los Habsburgos Austriacos se quedarían con un estado tan desorganizado cuya existencia hubiera sido dudable, aunque los Osmanos hubieran finalizado su campaña al día siguiente.
El final ejemplo que propongo es Constantinopla. Esa ciudad albergaba todo el corazón administrativo del imperio romano de oriente durante casi mil años, y aunque Godos, Persas, Serbos o Turcos asediaban, saqueaban y conquistaron importantes provincias, el imperio permanencia por el feroz control de la cabeza.
Sin embargo, cuando los bizantinos perdieron el control, como durante la cuarta cruzada, la nobleza de occidente era incapaz en gestionar la administración para aplicarla en su imperio latino, hasta que la nobleza bizantina reconquistó la ciudad. Y así permanecía el imperio, hasta que sólo controlaba la misma ciudad en algunas islas en 1453. Fue entonces, cuando “por fin” podía cortarle el sultán osmano la cabeza al estado byzantino.

Esa importancia de la capital nació simultáneamente con la construcción de los estados burocráticos. Los reyes medievales podían viajar cuanto querían, porque “ellos” fueron las débiles cabezas de las organizaciones políticas, igualmente como los Khanes mongoles o los árabes durante sus primeras invasiones. Y la fortaleza de acumular poder ejecutivo, judicativo e legislativo en un lugar geográfico, fue su mayor debilidad, hasta que se comenzó transportar la información por vía de la electricidad.
En ese momento se recuperó la movilidad de las instituciones que toman la decisión. Técnicamente ya no era importante ni que Stalin permaneciera en Moscú en 1943, ni Hitler en Berlín 1945. Las capitales se podían perder, porque todo el aparato burocrático se podía trasladar, siguiendo funcionando. El gobierno republicano podía salir de Madrid, y Franco no tenía que conquistarlo para controlar al estado en su territorio.

Sin embargo, permaneció la idea de la importancia capital: Aquí no pasarán se gritó en Madrid, defended la patria rusa en Moscú, y el Führer permanece en Berlín. Esa fuerza simbólica con las que se asociaba las capitales era una herencia directa de los siglos anteriores. Se temía la anarquía, el fin del orden estatal, si la capital cayera en las manos del enemigo. Se pensaba que con la conquista de la capital, el gobierno perdería toda su justificación por fracasar en su defensa.
Pero así no pensaron los políticos ni los militares. Conscientes del valor simbólico de las capitales, seguía hasta hoy en día vital conquistar al corazón del enemigo (Bagdad en la guerra del Iraq, Kabul en Afganistán, etc….) aunque los propios estados desde el comienzo de la guerra fría hayan elaborado planes de evacuación de los propios gobiernos e instituciones centrales.
Tanto los Estados Unidos como Moscú evacuaron sus aparatos administrativos en caso de guerra hacia otros lugares seguros, no sería necesario mantener la capital para que el estado siga funcionando. Alemania demostró la aparente paradoja: No era ningún problema trasladar la capital de Berlín a Bonn en 1949 ni de vuelta en 1991, incluso la actual Unión Europea puede permitirse el “lujo” de dos capitales (Bruselas y Estrasburgo), porque el sistema de comunicación les permite una movilidad, como ni en sueños se lo hubiera imaginado Felipe II.

Ahora: Termino la importancia de las capitales con el comienzo del siglo XXI, cuando toda la información se puede guardar y almacenar de forma virtual? Son los servidores y los cables de conexión las nuevas capitales que se debería defender en caso de guerra? O es posible, que la fuerza simbólica de las capitales sigue despierta, capaz de mantener la importancia de la capital? En eso pensé cuando leí un fragmento de Metro 2035, donde se pregunta al protagonista: “Y porque crees que el gobierno de preguerra se hubiera escapado a los bunkers en los Urales? Quienes somos sin vosotros, en Moscú?”

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